El escritor de diseño, crítico y curador basado en Inglaterra Justin McGuirk escribió el texto Por fin ningún lugar luego de su experiencia en la Base Chocó.
Por fin ningún lugar
Por Justin McGuirk
“Ya no hay desiertos, ya no hay islas. Su necesidad, sin embargo, se hace sentir.”
El joven Albert Camus escribió estas palabras en 1939, hastiado antes de tiempo. ¿En dónde— se preguntaba— podremos encontrar la soledad que tanto necesitamos? La respuesta, en su época tanto como en la nuestra, es en la ciudad, entre millones de nuestros conciudadanos. El anonimato en el que nos sume la vida urbana es demasiado conveniente como para negarlo. Sin embargo, todos buscamos momentos de retorno a la naturaleza como lo plantea Thoreau en Walden, cuando la necesidad de recluirnos en la casa a lado del estanque se hace más urgente.
Sin embargo, la soledad requiere tiempo. Y con frecuencia, en mi caso, si tengo lo uno no tengo lo otro. Esto se me mostró patentemente claro en la avioneta en que volaba de Bogotá a Nuquí. Sobrevolando la selva del Chocó, la sensación de estar alejándome, de estar logrando una distancia de la civilización, al mejor estilo de Robinson Crusoe, era como una promesa de distensión. Pero solo tenía dos días.
Salimos del aeropuerto de Nuquí, en realidad, poco más que una choza, y nos embarcamos en una lancha que se deslizaba lentamente por entre las casas sobre pilotes que se pudrían en las orillas del río. Era una atmósfera tan desdibujada y melancólica, que era imposible no pensar en El corazón de las tinieblas. O, más exactamente, en Apocalypse Now. En un retén militar, formado con bolsas de arena de las que brotaban helechos, nos hicieron un rápido control de documentos. De ahí continuamos a toda marcha.
Jonathan y Fernando me recibieron en la playa. Caminamos descalzos sobre la arena hasta la base. La “base”. La palabra produce automáticamente asociaciones: de los lugares en los que uno se escondía cuando era un colegial, de cuarteles militares y de actividades clandestinas de la guerrilla. Ninguna sugiere un programa de residencias artísticas. Pero se trata, sin duda, de una base, de un refugio en medio de la manigua, un hogar lejos de casa, o tal vez, simplemente, un lugar para sentirse como en casa.
Aquí la selva llega hasta el mar, y las edificaciones se encuentran entre el límite de los dos. Hay tres cabañas en medio de un jardín, con árboles de cítricos, papaya y plataneras. El ala central tiene un espacio abierto que sirve de sala de estar y una cocina abierta. Al lado hay un baño, y al final del jardín, al pie de la pendiente, se encuentra la casa que vine a ver. A los pocos minutos de haber llegado, Jonathan y Fernando ya la llamaban “tu” casa. La sensación era muy agradable.
En otras ocasiones me he encontrado con el artista holandés Joep van Lieshout, y por alguna razón, no me sorprende que esté construyendo una base en la selva colombiana. En 1998 fundó AVL-Ville, un estado libre autónomo en Rotterdam, una pequeña utopía completa con un arsenal de armas de confección casera. La carrera de Van Lieshout comenzó como una gran fantasía secesio- nista. Adoptando la postura de un artista eco-guerrero, cultivó una ingeniosa auto-suficiencia, antes de comenzar a dibujar oscuras visiones satíricas de comunidades paralelas con nombres como Ciudad de Esclavos.
La casa en Chocó, sin embargo, no lleva ninguna de las marcas distintivas de su obra. Sus estructuras suelen ser de fibra de vidrio, bastante fibra, como gigantescos juguetes de Fisher Price. De hecho, inicialmente había pensado hacer un cubo blanco en la jungla, pero luego cambió de parecer. Decidió, más bien, trabajar con lo que ya había. Y el objeto encontrado, o ready-made que escogió, fue el tronco de un árbol caído. Llevaba décadas en ese lugar, cincuenta años o más, desde que los locales lo tumbaron para tallar una canoa. Sorpren- dentemente, la madera (¿qué tipo de madera será?) es tan dura que el resto del tronco seguía ahí, resistente a la putrefacción. Este objeto indestructible se convirtió en el cimiento de la casa.
El diseño de la estructura como tal no tiene nada notorio. Sin paredes, con solo unas persianas en el dormitorio que se corren. Se trata apenas de una plataforma con un tejado que se sostiene sobre unas columnas. No tiene la menor pretensión de forma arquitectónica, y sigue modestamente las tradiciones artesanales del lugar. Si el concepto emerge del pedazo de tronco que le sirve de estructura, lo mismo se puede decir de la mayor parte de su carácter. La forma en que el tronco hace una curva hacia abajo se convierte en una escalera que serpentea desde la plataforma. El tronco también es la espina dorsal de la plataforma, y las tablas de madera a lado y lado parecen las costillas. El arquitecto finlandés Juhani Pallasmaa alguna vez definió la arquitectura como una “extensión de la naturaleza al reino de lo hecho por el hombre”, y esta edificación parece un ejemplo perfecto de esa concepción.
Pero sigamos con el piso, porque es el secreto de esta casa. Siguiendo las curvas del árbol, no tiene ninguna regularidad. De la parte superior de las escaleras se inclina hacia abajo, de tal manera que un pequeño empujón gravitacional lo impulsa a uno hacia adentro. Cuando uno entra en el dormitorio, hay una leve inclinación. En una casa corriente, uno espera que el piso sea pla- no; todo lo demás está lleno de defectos. Pero aquí la superficie bajo los pies es un llamado a dejar de lado esa confianza y a relajarse un poco. La textura de las tablas del piso también contribuye a la experiencia sensorial. Estamos acostumbrados a tocar madera tallada a mano, pero no con la planta del pie, y puesto que en esta casa uno siempre está descalzo, con solo caminar por ella se entiende algo sobre la forma en que fue construida, es como un braille del hacha.
Estar en una casa sin paredes significa que uno nunca abandona la naturaleza, no puede cerrarle la puerta. En últimas, esa cercanía se siente sobre todo en los sonidos, de manera más intensa al despertar. Acostado en este espacio a la hora de un amanecer gris, el mundo exterior comienza a sintonizar en una frecuencia que es a la vez aguda e indefinible. Es difícil saber cuál es el sonido de la lluvia, cuál el del viento sacudiendo los árboles, cuál el del trueno, cuál el del golpe de las olas. Todos se juntan para convertirse en la música de fondo del trópico.
O tal vez sea pura falta de experiencia. Como ya dije, fueron solo dos días. La triste ironía de haber encontrado un refugio y que este solo sea otra estación en el carrusel global: la vida se burla de uno con cosas como esta. Sin embargo, las semanas anteriores había estado en Caracas y Medellín, ciudades muy intensas que están tratando de resolver problemas prácticamente irresolubles. Este lugar fue una prueba de otra Suramérica, preurbana y virginal.
Nuestra única incursión en la aldea local, con el curador José Roca y su fami- lia, nos brindó no tanto un recordatorio de la civilización como su sombra. El poblado se sentía desierto. Unos habitantes del lugar nos sirvieron cangrejos y arroz, y si bien eran amables, también nos observaban con sospecha, o por lo menos esa fue la impresión que nos dio. Unos días después de mi partida, José y su familia fueron al aeropuerto para regresar a Bogotá, pero el avión no pudo despegar. La gente del pueblo estaba exigiendo al gobierno que le diera mejores servicios de salud y educación. Una manera de atraer la atención del gobierno es ocupando la pista en la época de las vacaciones de Semana San- ta. Ahora me pregunto, si los amables aldeanos que conocí ya sabían lo que se venía. Como quiera que sea, siento un gran alivio de haber salido, aunque, como alguien que recoge historias, casi que me sentí desilusionado de haber- me perdido esa experiencia. Aunque fuera que, por haberme encontrado como en situación de rehén, me habría permitido quedarme más tiempo en la base.